Extraña derrota: La revolución chilena, 1973

I

En la espectacular arena de la actualidad reconocida como «noticia», el funeral de la socialdemocracia en Chile ha sido orquestado como un gran drama por quienes entienden más intuitivamente el ascenso y la caída de los gobiernos: otros especialistas del poder. Las últimas escenas del guión chileno han sido escritas en diversos campos políticos de acuerdo con las exigencias de ideologías particulares. Algunos han venido a enterrar a Allende, otros a alabarlo. Otros pretenden conocer a posteriori sus errores. Sean cuales sean los sentimientos expresados, estos obituarios se han escrito con mucha antelación. Los organizadores de la «opinión pública» sólo pueden reaccionar reflexivamente y con una característica distorsión de los propios acontecimientos.

A medida que los respectivos bloques de la opinión mundial «eligen bando», la tragedia chilena se reproduce como una farsa a escala internacional; las luchas de clases en Chile se disimulan como un pseudo-conflicto entre ideologías rivales. En los debates ideológicos no se escuchará nada de aquellos a quienes supuestamente iba dirigido el «socialismo» del régimen de Allende: los obreros y campesinos chilenos. Su silencio ha sido asegurado no sólo por quienes los ametrallaron en sus fábricas, campos y casas, sino por quienes afirmaron (y siguen afirmando) representar sus «intereses». Sin embargo, a pesar de mil tergiversaciones, las fuerzas que participaron en el «experimento chileno» aún no se han puesto en juego. Su contenido real sólo se establecerá cuando se hayan desmitificado las formas de su interpretación.

Por encima de todo, Chile ha fascinado a la llamada izquierda de todos los países. Y al documentar las atrocidades de la actual junta, cada partido y secta intenta ocultar las estupideces de sus análisis anteriores. Desde los burócratas en el poder en Moscú, Pekín y La Habana hasta los burócratas en el exilio de los movimientos trotskistas, un coro litúrgico de pretendientes izquierdistas ofrece sus evaluaciones post mortem de Chile, con conclusiones tan predecibles como su retórica. Las diferencias entre ellos son sólo de matiz jerárquico; comparten una terminología leninista que expresa los 50 años de contrarrevolución en el mundo.

Los partidos estalinistas de Occidente y los Estados «socialistas» ven con razón la derrota de Allende como su derrota: era uno de los suyos, un hombre de Estado. Con la falsa lógica que es un mecanismo esencial de su poder, los que tanto saben de Estado y (de la derrota de) la Revolución condenan el derrocamiento de un régimen constitucional y burgués. Por su parte, la «izquierda» importadora del trotskismo y el maoísmo sólo puede lamentar la ausencia de un «partido de vanguardia» –el deus ex machina del bolchevismo senil– en Chile. Quienes han heredado la derrota del Kronstadt y Shangai revolucionarios saben de qué hablan: el proyecto leninista requiere la imposición absoluta de una «conciencia de clase» deformada (la conciencia de una clase dominante burocrática) a quienes en sus designios son sólo «las masas.»

Las dimensiones de la «Revolución chilena» están fuera de las limitaciones de cualquier doctrina particular. Mientras los «antiimperialistas» del mundo denuncian –desde una distancia segura– al demasiado conveniente hombre del saco de la CIA, las verdaderas razones de la derrota del proletariado chileno deben buscarse en otra parte. Allende el mártir fue el mismo Allende que desarmó a las milicias obreras de Santiago y Valparaíso en las semanas previas al golpe y las dejó indefensas ante los militares cuyos oficiales ya estaban en su gabinete. Estas acciones no pueden explicarse simplemente como «colaboración de clases» o como una «venta». Las condiciones para la extraña derrota de la Unidad Popular (UP) se prepararon con mucha antelación. Las contradicciones sociales que surgieron en las calles y campos de Chile durante agosto y septiembre no eran simples divisiones entre «izquierda» y «derecha», sino que implicaban una contradicción entre el proletariado chileno y los políticos de todos los partidos, incluidos los que se presentaban como los más «revolucionarios». En un país «subdesarrollado», había surgido una lucha de clases muy desarrollada que amenazaba las posiciones de todos aquellos que deseaban mantener el subdesarrollo, ya fuera económicamente a través de la continuación de la dominación imperialista, o políticamente a través del retraso de un auténtico poder proletario en Chile.

II

En todas partes, la expansión del capital crea su aparente opuesto en forma de movimientos nacionalistas que pretenden apropiarse de los medios de producción «en nombre» de los explotados y apropiarse así del poder social y político. La extracción del excedente por parte del imperialismo tiene sus consecuencias políticas y sociales, no sólo en la pobreza forzada de quienes deben convertirse en sus trabajadores, sino en el papel secundario asignado a la burguesía local, incapaz de establecer su hegemonía completa sobre la sociedad. Es precisamente este vacío el que pretenden ocupar los movimientos de «liberación nacional», asumiendo así el papel directivo que no desempeña la burguesía dependiente. Este proceso ha adoptado muchas formas -desde la xenofobia religiosa de Gadafi hasta la religión burocrática de Mao-, pero en todos los casos, las órdenes de marcha del «antiimperialismo» son las mismas, y quienes las imparten ocupan idénticas posiciones de mando.

La distorsión imperialista de la economía chilena proporcionó una apertura para un movimiento popular que pretendía establecer una base de capital nacional. Sin embargo, la situación económica relativamente avanzada de Chile impedía el tipo de desarrollo burocrático que ha llegado al poder por la fuerza de las armas en otras zonas del «Tercer Mundo» (término que se ha utilizado para ocultar las verdaderas divisiones de clase en esos países). El hecho de que la «progresista» Unidad Popular  fuera capaz de lograr una victoria electoral como coalición reformista fue un reflejo de la peculiar estructura social de Chile, que en muchos aspectos era similar a la de los países capitalistas avanzados. Al mismo tiempo, la industrialización capitalista creó las condiciones para la posible suplantación de esta alternativa burocrática en forma de un proletariado rural y urbano que emergió como la clase más importante y con aspiraciones revolucionarias. En Chile, tanto la democracia cristiana como la socialdemocracia iban a demostrar ser los adversarios de cualquier solución radical a los problemas existentes.

Hasta el advenimiento de la coalición UP, las contradicciones en la izquierda chilena entre una base radical de obreros y campesinos y sus llamados «representantes» políticos seguían siendo en gran medida antagonismos latentes. Los partidos de izquierda fueron capaces de organizar un movimiento popular basándose únicamente en la amenaza exterior que suponía el capital estadounidense. Los comunistas y los socialistas pudieron mantener su imagen de auténticos nacionalistas bajo el gobierno democratacristiano porque el programa de «chilenización» de Frei (que incluía una política de reforma agraria que Allende emularía más tarde conscientemente) estaba explícitamente relacionado con la «Alianza para el Progreso» patrocinada por Estados Unidos. La izquierda oficial fue capaz de construir su propia alianza dentro de Chile al oponerse, no al reformismo propiamente dicho, sino a un reformismo con vínculos externos. Incluso dada su naturaleza moderada, el programa de oposición de la izquierda chilena sólo se adoptó después de que la actividad huelguística militante de los años 60 –organizada independientemente de los partidos– amenazara la existencia del régimen de Frei.

La UP sucesiva se instaló en un espacio abierto por las acciones radicales de los obreros y campesinos chilenos; se impuso como representación institucionalizada de las causas proletarias en la medida en que fue capaz de recuperarlas. A pesar del carácter extremadamente radical de muchas de las acciones huelguísticas anteriores (que incluyeron ocupaciones de fábricas y la administración obrera de varias plantas industriales, sobre todo en COOTRALACO), la práctica del proletariado chileno careció de una expresión teórica u organizativa correspondiente, y esta falta de afirmación de su autonomía lo dejó abierto a las manipulaciones de los políticos. A pesar de ello, la batalla entre reforma y revolución estaba lejos de haberse decidido.

III

La elección del masón Allende, aunque no significó en modo alguno que los obreros y campesinos hubieran establecido su propio poder, intensificó no obstante la lucha de clases que tenía lugar en todo Chile. Contrariamente a las afirmaciones de la UP de que la clase obrera había obtenido una importante «victoria», tanto el proletariado como sus enemigos iban a continuar su batalla fuera de los canales parlamentarios convencionales. Aunque Allende aseguró constantemente a los trabajadores que ambos estaban comprometidos en una «lucha común», reveló la verdadera naturaleza de su socialismo por decreto al principio de su mandato cuando firmó el Estatuto, que garantizaba formalmente que respetaría fielmente la constitución burguesa. Habiendo llegado al poder sobre la base de un programa «radical», la UP iba a entrar en conflicto con una creciente corriente revolucionaria en su base. Cuando el proletariado chileno demostró que estaba dispuesto a tomar al pie de la letra las consignas del programa de la UP –consignas que no eran más que retórica vacía y promesas incumplidas por parte de la coalición burocrática– y llevarlas a la práctica, se hicieron patentes las contradicciones entre el fondo y la forma de la revolución chilena. Los obreros y campesinos de Chile empezaban a hablar y actuar por sí mismos.

A pesar de todo su «Marxismo», Allende nunca fue más que un administrador de la intervención estatal en una economía capitalista. El estatismo de Allende –una forma de capitalismo de Estado que ha acompañado el ascenso de todos los administradores del subdesarrollo– no fue en sí mismo más que una extensión cuantitativa de las políticas democristianas. Al nacionalizar las minas de cobre y otros sectores industriales, Allende continuó la centralización iniciada bajo el control del aparato estatal chileno –una centralización iniciada por el «archienemigo» de la izquierda, Frei. Allende, de hecho, se vio obligado a nacionalizar ciertas empresas porque habían sido ocupadas espontáneamente por sus trabajadores. Al impedir la autogestión obrera de la industria desactivando estas ocupaciones, Allende se opuso activamente al establecimiento de relaciones de producción socialistas. Como resultado de sus acciones, los trabajadores chilenos sólo cambiaron un conjunto de patrones por otro: la burocracia gubernamental, en lugar de Kennecott o Anaconda (monopolios norteamericanos del cobre que obtuvieron la concesión del gobierno Frei. N d T), para dirigir su trabajo alienado. Este cambio de apariencias no podía ocultar que el capitalismo chileno se perpetuaba. Desde los beneficios extraídos por las multinacionales hasta los «planes quinquenales» del estalinismo internacional, la acumulación de capital es una acumulación hecha siempre a costa del proletariado.

Que los gobiernos y las revoluciones sociales no tienen nada en común quedó demostrado también en las zonas rurales. En contraste con la administración burocrática de la «reforma agraria» heredada y continuada por el régimen de Allende, las tomas armadas espontáneas de latifundios ofrecieron una respuesta revolucionaria a la «cuestión de la tierra». A pesar de todos los esfuerzos de la CORA (la agencia central de reforma agraria) por impedir estas expropiaciones a través de la mediación de las «cooperativas campesinas» (asentamientos), la acción directa de los campesinos fue más allá de tales formas ilusorias de «participación». Muchas de las expropiaciones de fundos fueron legitimadas por el gobierno sólo después de que la presión de los campesinos hiciera imposible actuar de otro modo. Reconociendo que tales acciones ponían en tela de juicio su propia autoridad, así como la de los terratenientes, la UP nunca perdió la oportunidad de denunciar las expropiaciones «indiscriminadas» y de pedir una «desaceleración».

Las acciones autónomas del proletariado rural y urbano constituyeron la base para el desarrollo de un movimiento significativamente a la izquierda del gobierno de Allende. Al mismo tiempo, este movimiento proporcionó otra ocasión para que una representación política se impusiera en las realidades de la lucha de clases chilena. Este papel fue asumido por los militantes guevaristas del MIR [Movimiento de Izquierda Revolucionaria] y su homólogo rural, el MCR, que lograron recuperar muchas de las conquistas radicales de los obreros y campesinos. La consigna mirista de «lucha armada» y su obligado rechazo de la política electoral fueron meros gestos pro forma: poco después de las elecciones de 1970, un cuerpo de élite de los ex guerrilleros urbanos del MIR se convirtió en la guardia de palacio elegida personalmente por Allende. Los lazos que unían al MIR-MCR con la UP iban más allá de las consideraciones puramente tácticas: ambos tenían intereses comunes que defender. A pesar de sus posturas revolucionarias, el MIR actuaba de acuerdo con las exigencias burocráticas de la UP: cuando el gobierno tenía problemas, los ayudantes del MIR reunían a sus militantes en torno a la bandera de la UP. Si el MIR no logró ser la «vanguardia» del proletariado chileno, no fue porque no fuera lo suficientemente vanguardista, sino porque su estrategia fue resistida por aquellos a quienes intentaba manipular.

IV

La actividad de la derecha en Chile aumentó, no en respuesta a ningún decreto gubernamental, sino debido a la amenaza directa que suponía la independencia del proletariado. Ante las crecientes dificultades económicas, la UP sólo podía hablar de «sabotaje derechista» y de la obstinación de una «aristocracia obrera». A pesar de todas las denuncias impotentes del gobierno, estas «dificultades» eran problemas sociales que sólo podían resolverse de forma radical mediante el establecimiento de un poder revolucionario en Chile. A pesar de su afirmación de «defender los derechos de los trabajadores», el gobierno de Allende demostró ser un espectador impotente en la lucha de clases que se desarrollaba fuera de las estructuras políticas formales. Fueron los propios obreros y campesinos los que tomaron la iniciativa contra la reacción y, al hacerlo, crearon formas nuevas y radicales de organización social, formas que expresaban una conciencia de clase muy desarrollada. Tras la huelga patronal de octubre de 1972, los obreros no esperaron a que interviniera la UP, sino que ocuparon activamente las fábricas y pusieron en marcha la producción por su cuenta, sin «ayuda» estatal o sindical. En los complejos fabriles se formaron cordones industriales que controlaban y coordinaban la distribución de los productos y organizaban la defensa armada contra la patronal. A diferencia de las «asambleas populares» prometidas por la UP, que sólo existían sobre el papel, los cordones fueron creados por los propios trabajadores. En su estructura y funcionamiento, estos comités –junto con los consejos rurales– fueron las primeras manifestaciones de una tendencia consejista y, como tales, constituyeron la contribución más importante al desarrollo de una situación revolucionaria en Chile.

Una situación similar se dio en los barrios, donde las ineficaces «juntas de abastecimiento» (JAP), controladas por el gobierno, fueron soslayadas por las proclamaciones de «barrios autogestionados» y la organización de comandos comunales por parte de los vecinos. A pesar de su infiltración por los fidelistas del MIR, estas expropiaciones armadas del espacio social constituyeron el punto de partida de un auténtico poder proletario. Por primera vez, personas hasta entonces excluidas de la participación en la vida social pudieron tomar decisiones sobre las realidades más básicas de su vida cotidiana. Los hombres, mujeres y jóvenes de las poblaciones descubrieron que la revolución no era cosa de urnas; se llamaran como se llamaran los barrios –Nueva Habana, Vietnam Heroico–, lo que ocurría en su interior no tenía nada que ver con los paisajes alienados de sus homónimos.

Aunque los logros alcanzados por la iniciativa popular fueron considerables, nunca llegó a surgir plenamente una tercera fuerza capaz de plantear una alternativa revolucionaria al gobierno y a los reaccionarios. Los obreros y campesinos no consiguieron extender sus conquistas hasta el punto de sustituir el régimen de Allende por su propio poder. Su supuesto «aliado», el MIR, utilizó su discurso de oponerse al burocratismo con las «masas armadas» como máscara para sus propias intrigas. En su esquema leninista, los cordones eran vistos como «formas de lucha» que prepararían el camino para futuros modelos organizativos menos «restringidos», cuya dirección sería suministrada por el MIR, sin duda.

A pesar de su preocupación por los complots de la derecha que amenazaban su existencia, el gobierno impidió que los trabajadores tomaran medidas positivas para resolver la lucha de clases en Chile. Al hacerlo, la iniciativa pasó de las manos de los trabajadores a las del gobierno, y al dejarse manejar mejor, el proletariado chileno allanó el camino para su futura derrota. En respuesta a las súplicas de Allende tras el golpe abortado del 29 de junio, los trabajadores ocuparon más fábricas, sólo para cerrar filas tras las fuerzas que los desarmarían un mes después. Estas ocupaciones quedaron definidas por la UP y sus intermediarios en el sindicato nacional, la CUT, que mantuvieron a los trabajadores aislados unos de otros atrincherándolos dentro de las fábricas. En tal situación, el proletariado era impotente para llevar a cabo cualquier lucha independiente, y una vez firmada la Ley de Armas, su destino estaba sellado. Al igual que los republicanos españoles que negaron las armas a las milicias anarquistas en el frente de Aragón, Allende no estaba dispuesto a tolerar la existencia de una fuerza proletaria armada fuera de su propio régimen. Todas las conspiraciones de la derecha no habrían durado ni un día si los obreros y campesinos chilenos hubieran estado armados y hubieran organizado sus propias milicias. Aunque el MIR protestó contra la entrada de los militares en el gobierno, ellos, como sus predecesores en Uruguay, los Tupamaros, sólo hablaron de armar a los trabajadores y tuvieron poco que ver con la resistencia que tuvo lugar. La consigna obrera «Un pueblo desarmado es un pueblo derrotado» encontraría su amarga verdad en la matanza de obreros y campesinos que siguió al golpe militar.

Allende fue derrocado, no por sus reformas, sino porque fue incapaz de controlar el movimiento revolucionario que se desarrolló espontáneamente en la base de la UP. La junta que se instaló en su puesto percibió claramente la amenaza de la revolución y se propuso eliminarla con todos los medios a su alcance. No fue casualidad que la resistencia más fuerte a la dictadura se produjera en las zonas donde el poder de los trabajadores había avanzado más. En la Textil Sumar y en Concepción, por ejemplo, la Junta se vio obligada a liquidar este poder mediante ataques aéreos. Como resultado de la política de Allende, los militares pudieron tener vía libre para terminar lo que habían comenzado bajo el gobierno de la UP: Allende fue tan responsable como Pinochet de los asesinatos masivos de obreros y campesinos en Santiago, Valparaíso, Antofogasta y provincias. Quizás la más reveladora de todas las ironías inherentes a la caída de la UP es que, mientras muchos de los partidarios de Allende no sobrevivieron al golpe, muchas de sus reformas sí lo hicieron. Tan poco sentido tenían las categorías políticas que el nuevo ministro de Asuntos Exteriores de la Junta podía describirse a sí mismo como «socialista».

V

Los movimientos radicales están subdesarrollados en la medida en que respetan la alienación y entregan su poder a fuerzas externas en lugar de crearlo por sí mismos. En Chile, los revolucionarios aceleraron el día de su propio Thermidor dejando que los «representantes» hablaran y actuaran en su nombre: aunque la autoridad parlamentaria había sido sustituida efectivamente por los cordones, los trabajadores no fueron más allá de estas condiciones de doble poder y no abolieron el Estado burgués y los partidos que lo mantenían. Para que las futuras luchas en Chile avancen, es necesario vencer prácticamente a los enemigos dentro del movimiento obrero; las tendencias consejistas en las fábricas, barrios y campos serán todo o nada. Todos los partidos de vanguardia que sigan haciéndose pasar por la «dirección obrera» –sea el MIR, un PC clandestino o cualquier otro grupo clandestino escindido– sólo pueden repetir las traiciones del pasado. El imperialismo ideológico debe ser enfrentado tan radicalmente como ha sido expropiado el imperialismo económico; los obreros y campesinos sólo pueden depender de sí mismos para avanzar más allá de lo que ya han logrado los cordones industriales.

Ya que se están haciendo comparaciones entre la experiencia chilena y la Revolución Española de 1936, y no sólo aquí –uno encuentra palabras extrañas procedentes de trotskistas en elogio de las milicias obreras que lucharon contra todas las formas de jerarquía. Si bien es cierto que en Chile surgió una tercera fuerza radical, lo hizo sólo tímidamente. A diferencia del proletariado español, los revolucionarios chilenos nunca crearon un tipo completamente nuevo de sociedad sobre la base de la organización consejista, y la revolución chilena sólo tendrá éxito si estas formas (cordones, comandos) son capaces de establecer su hegemonía social. Los obstáculos para su desarrollo son similares a los que se enfrentaron en España: los consejos y milicias españoles se enfrentaron a dos enemigos en forma de fascismo y gobierno republicano, mientras que los trabajadores chilenos se enfrentan al capitalismo internacional y a los manipuladores de la socialdemocracia y el leninismo.

Desde las favelas de Brasil hasta los campos de trabajo de Cuba, el proletariado del Caribe, el proletariado de América Latina ha mantenido una ofensiva continua contra todos aquellos que pretenden mantener las condiciones actuales.

En su lucha, el proletariado se enfrenta a diversas caricaturas de la revolución que se hacen pasar por sus aliados. Estas parodias se han encontrado a su vez con un falso movimiento de oposición llamado de «ultraizquierda». Así, el ex-fascista Perón se prepara para construir un Estado corporativo en Argentina, esta vez con un disfraz izquierdista, mientras los comandos trotskistas del ERP lo denuncian por no ser lo suficientemente «revolucionario», y el ex-guerrillero Castro reprende a todos aquellos que no cumplen con los estándares de la disciplina «comunista». La historia no dejará de disolver el poder de estos idiotas.

Una tradición de la conspiración –con agentes tanto en la izquierda como en la derecha– garantiza que la realidad existente se presente siempre en términos de falsas alternativas. Las únicas opciones aceptables para el Poder son aquellas entre jerarquías rivales: los coroneles de Perú o los generales de Brasil, los ejércitos de los Estados árabes o los de Israel. Estos antagonismos sólo expresan divisiones dentro del capitalismo global, y cualquier alternativa genuinamente revolucionaria tendrá que establecerse ya que no está en el poder en ninguna parte de América Latina ni en ningún otro lugar, y esta impotencia la impulsa constantemente a nuevas acciones. Los trabajadores chilenos no están solos en su oposición a las fuerzas de la contrarrevolución; el movimiento revolucionario que comenzó en México con las bandas guerrilleras de Villa aún no ha llegado a su fin. En las milicias obreras armadas que lucharon en las calles de Santo Domingo en 1965, la insurrección urbana en Córdoba, Argentina en 1969, y las recientes huelgas y ocupaciones en Bolivia y Uruguay, la revuelta espontánea de obreros y estudiantes en Trinidad en 1970, y la continua crisis revolucionaria está ella misma sobre las ruinas de estos conflictos espectaculares. Las mentiras combinadas del poder burgués y burocrático deben ser enfrentadas por una verdad revolucionaria en armas, en todo el mundo como en Chile. No puede haber «socialismo en un solo país», ni en una sola fábrica o barrio. La revolución es una tarea internacional que sólo puede resolverse a nivel internacional, no reconoce fronteras continentales. Como toda revolución, la chilena requiere el éxito de movimientos similares en otras zonas. En todas partes, en las huelgas salvajes en Estados Unidos y Alemania Occidental, en las ocupaciones de fábricas en Francia y en las insurrecciones civiles en la URSS, se están sentando las bases de un nuevo mundo. Los que se reconocen en este movimiento mundial deben aprovechar la ocasión para extenderlo con todas las armas subversivas de que disponen.

¡Pointblank!
Octubre 1973
Traducción de π
https://files.libcom.org/files/2022-12/Strange-Defeat-originalformat.pdf

Artículo del grupo situacionista Pointblank (¡A quemarropa!), escrito en octubre de 1973 sobre el golpe de Estado en Chile que depuso al líder de izquierdas electo Salvador Allende.